Me levanto a las cinco de la mañana. Meto todas las cosas que creía que me faltaban en la mochila. Muy pesado. Un plomo. Saco una bolsa de tela muy “cool” que compré en una tienda de viajes con la intención de utilizarla como zurrón en donde meter todas aquellas cosas que -pensaba en aquel momento-podían serme muy útiles. De esta manera no tenía que pararme para sacarlas de la mochila. Veamos: una botella de Aquarius, algo de comida, la cámara de fotos, mapas, un Nuevo Testamento y la guía del camino.
Repaso todo de nuevo. Todo parece en orden. Me pongo la mochila. Recojo el zurrón. Horror. Gotea. Lo abro rápido. Maldita sea, el tapón de rosca del Aquarius se ha roto empapando todo. Todo parece recuperable… excepto la cámara de fotos. No funciona, pero de todas maneras la conservo por si , al secarse, vuelve a funcionar.
Maldigo mi suerte y me repito si esto no es muy mala señal para el Camino. Un poco desesperado y triste cierro la puerta. Adiós a todo. A pesar de todo me marcho. No tengo que pensarme mucho las cosas si no quiero que el tiempo se me eche encima y empiece a hacer mucho calor.
Salgo del portal cuando todavía no ha amanecido. Subo Bravo Murillo hasta plaza de Castilla y siguiendo la primera flecha amarilla que hay en la farola de enfrente de Rodilla avanzo por la Castellana hasta la Paz, giro a la izquierda, paso el hospital y cruzando el puente que lo separa del barrio de Begoña me dirijo hacia el Ramón y Cajal. A la izquierda de la calle unos quince (los cuento) africanos que intentan ganarse unos euros buscando aparcamientos a posibles clientes. Subo y subo hasta el cruce que donde nace un pequeño caminito entre en unas casas prefabricadas en –creo ya- el Barrio de Fuencarral. No hay nadie y me siento un poco inseguro. A pesar de parecer un lugar agradable lleno de flores y parterres con plantas, no me gustan unas pintadas que siempre identifico con unos pandilleros que no tengo ningunas ganas de conocer. Salgo finalmente de este caminito y desemboco en una calle ancha sólo edificada en la izquierda. A la derecha hay campos de deporte y descampados. Sigo cuesta arriba girando a la izquierda hasta un parque. Me paro en una parada del autobús. Demasiado peso. Miro la cámara y sigue sin funcionar. Me enfado conmigo mismo. Atravieso el parque que hay en enfrente dirigiéndome a un nuevo puente que atraviesa la carretera hasta Sanchinarro. Ya en este barrio moderno y casi vacío me dirijo hasta el cementerio de Fuencarral que dejo a la izquierda. Al final se baja hasta unas vías del tren que paso por un paso subterráneo de nuevo lleno de pintadas.
De repente me encuentro fuera. Madrid queda a mi espalda y enfrente de mi hay un camino igual a todos los caminos que voy a encontrar en el campo, un paisaje de dehesa que no me va a abandonar hasta que llegue a la Sierra. Subo una pequeña vereda y me encuentro con una de las primeras grandes imágenes del Camino. Enfrente de mi recortándose en el horizonte están las torres de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid. No puedo evitar pensar en los titanes que Jünger menciona como colonizadores del alma de los hombres. Nunca he sido muy amigo de las idealizaciones de las virtudes campestres frente a una ciudad presentada poco menos que demoníaca, pero la imagen que tengo delante es apocalíptica. Tales monstruos ya no tienen nada que ver con una Ciudad de hombres libres y más se parecen a una encarnación de la Torre de Babel y el Palac Kultury de mi bienamada Varsovia. Sé que este es un juicio injusto ya que desde dentro estos edificios armonizan y son matizados por la ciudad, pero desde aquí fuera no pueden más que estremecer.
Con estas ideas en la cabeza continuo entre unos dorados campos de trigo recién recogido, pastos de ovejas y caballos y fincas. Como un recuerdo de que estoy cerca de Madrid de ver en cuando tengo que dejar pasar a unos todoterrenos.
Los caminos continúan por unas subidas y bajadas bastante acusadas hasta El Goloso, antiguo barrio militar donde las obras del AVE, separan al caminante de la senda trazada en un principio por la Asociación de Amigos del Camino de Santiago de Madrid. De ahí hasta Tres Cantos se pasa en parte por caminillo situado por encima del Canal de Isabel II, en parte por la vía ciclista. Por primera vez me encuentro con alguien –un ciclista- que me pregunta si voy a Santiago. Le digo que si y él me contesta que él solo está interesado en recorres unas cuantas etapas. Se despide, me desea “Buen Camino” y continúa su ruta.
A pesar del peso insoportable de la mochila decido no parar en Tres Cantos y continuar hasta Colmenar Viejo. Me encuentro con fuerzas y ganas, y poco a poco voy olvidando los desastres de la mañana.
Con la vista puesta en el campanario del pueblo inicio la bajada a un pequeño pero bastante pedregoso valle por el que en invierno pasa un riachuelo que riega toda esta zona. Ahora, en agosto, el curso de agua está totalmente seco y sólo queda como recuerdo unos pasos en los que abundan restos de ramas, hierbajos y piedras arrastradas por el cauce. Cuento estos pasos y son más de diez.
Poco a poco me voy quedando sin agua mientras que el Camino se va empinando hacia el cementerio del pueblo. La cuesta “cuesta” mucho y hay una hora o más de sufrimiento en la que me prohíbo pensar en nada más que en clavar bien los palos de trekking, en comer unas cuantas barritas energéticas y en avanzar lo más rápido posible.
Llego al hostal literalmente roto, harto del maldito zurrón que no para de moverse y molestarme, con un fuerte dolor en los hombros, bastante deprimido y con la sensación de que no voy a poder continuar o que, por lo menos, debería retrasar algo la marcha. Hay que reconocer que algo así de 30 kilómetros el primer día de Camino es algo un poco exagerado y que debería pensármelo dos veces en seguir este ritmo. Aún así, como en la plaza del pueblo, descanso echándome un buen “siestón” y después de la llamada de un amigo que –con toda la razón del mundo- me sugiere que me sujete la mochila desde los riñones para, así, evitar que todo el peso recaiga sobre los hombros, decido desprenderme de una serie de cosas “indispensables” que me han estado torturando todo este día. Dejo la sabana, la linterna-dinamo para el móvil, la cámara de fotos, definitivamente inútil, y los mapas que compré en La Tienda Verde. Todo esto metido en el maldito zurrón. Me dirijo a Correos pero está cerrado hasta las 9:30 del día siguiente. Aún así está decidido. No puedo continuar con tanto peso y aunque tenga que empezar a caminar más tarde y, por lo tanto, hacer una etapa más corta, es algo que debo hacer.
Me voy a dormir.